Veinte mil leguas de viaje submarino

   Capítulo 5

   «Arabian Tunnel»

   Aquel mismo día referí a Conseil y a Ned Land cuanto de aquella conversación podía interesarles directamente. Al informarles de que dentro de dos días estaríamos en aguas del Mediterráneo, Conseil palmoteó de contento, pero el canadiense se alzó de hombros.

   -¡Un túnel submarino! ¡Una comunicación entre los dos mares! ¿Quién ha oído hablar de tal cosa?

   -Amigo Ned -respondió Conseil-, ¿había oído usted hablar alguna vez del Nautilus? No, y, sin embargo, existe. Luego, no se alce de hombros tan a la ligera, y no rechace nada bajo pretexto de que nunca ha oído hablar de ello.

   -Ya veremos -replicó Ned Land, moviendo la cabeza-. Después de todo, nadie desea más que yo creer en la existencia de ese paso, y haga el cielo que el capitán nos conduzca al Mediterráneo.

   Aquella misma tarde, a 21º 30’ de latitud Norte, el Nautilus, navegando en superficie, se aproximó a la costa árabe. Pude ver Yidda, importante factoría comercial para Egipto, Siria, Turquía y la India. Distinguí claramente el conjunto de sus construcciones, los navíos amarrados a lo largo de los muelles y los fondeados en la rada por su excesivo calado. El sol, ya muy bajo en el horizonte, deba de lleno en las casas de la ciudad, haciendo resaltar su blancura. En los arrabales, las cabañas de madera o de cañas indicaban las zonas habitadas por los beduinos.

   Pronto Yidda se esfumó en las sombras crepusculares, y el Nautilus se sumergió en las aguas, ligeramente fosforescentes.

   Al día siguiente, 10 de febrero, aparecieron varios barcos que llevaban rumbo opuesto al nuestro, y el Nautilus volvió a sumergirse, pero a mediodía, hallándose desierto el mar, emergió nuevamente a la superficie.

   Acompañado de Ned Land y de Conseil fui a sentarme en la plataforma. La costa se dibujaba al Este como una masa esfumada en la bruma.

   Adosados al costado de la canoa, hablábamos de unas cosas y otras, cuando Ned Land, con la mano tendida hacia un punto del mar, me dijo:

   -¿No ve usted nada, allí, señor profesor?

   -No, Ned, pero ya sabe usted que yo no tengo su vista.

   -Mire bien, allí, por estribor, casi a la altura del fanal. ¿No ve una masa que parece moverse?

   -En efecto -dije, tras una atenta observación-, parece un largo cuerpo negruzco en la superficie del agua.

   -¿Tal vez otro Nautilus? -dijo Conseil.

   -No -respondió el canadiense-, o mucho me equivoco o es un animal marino.

   -¿Hay ballenas en el mar Rojo? -pregunto Conseil.

   -Sí, muchacho, se ven a veces.

   -No es una ballena -dijo Ned Land, que no perdía de vista el objeto señalado-. Las ballenas y yo somos viejos conocidos, y no puedo confundirme.

   -Esperemos un poco -dijo Conseil-. El Nautilus se dirige hacia allá y dentro de poco sabremos a qué atenernos.

   Pronto el objeto negruzco estuvo a una milla de distancia. Parecía un gran escollo, pero ¿qué era? No podía pronunciarme aún.

   -¡Ah! ¡Se mueve, se sumerge! -exclamó Ned Land-. ¡Mil diantres! ¿Qué animal puede ser? No tiene la cola bifurcada como las de las ballenas o los cachalotes, y sus aletas parecen miembros troncados.

   -Pero entonces… es…

   -¡Miren! -dijo el canadiense-, se ha vuelto de espalda y enseña las mamas.

   -Es una sirena, una verdadera sirena, diga lo que diga el señor -dijo Conseil.

   El nombre de sirena me puso en la vía, y comprendí que aquel animal pertenecía a ese orden de seres marinos que han dado nacimiento al mito de las sirenas, mitad mujeres y mitad peces.

   -No, no es una sirena, sino un curioso ser del que apenas quedan algunos ejemplares en el mar Rojo. Es un dugongo.

   -Orden de los sirenios, grupo de los pisciformes, subdase de los monodelfos, clase de los mamíferos, rama de los vertebrados.

   Y cuando Conseil hablaba así, no había más que decir.

   Ned Land continuaba mirando, con los ojos brillantes de codicia. Su mano parecía dispuesta al manejo del arpón. Se hubiese dicho que esperaba el momento de lanzarse al mar para atacarlo en su elemento.

   -¡Oh! -exclamó, con una voz trémula de emoción-. ¡jamas he matado eso!

   En esa frase estaba expresado todo el arponero.

   En aquel momento, apareció el capitán Nemo. Vio al dugongo y comprendió la actitud del canadiense. Dirigiéndose a él, dijo:

   -Señor Land, si tuviera usted un arpón ¿no le quemaría la mano?

   -Usted lo ha dicho, señor.

   -¿Le desagradaría recuperar por un momento su oficio de arponero y añadir ese cetáceo a la lista de los que ha golpeado?

   -Puede creer que no.

   -Bien, pues haga la prueba.

   -Gracias, capitán -respondió Ned Land, cuyos ojos brillaban de alegría.

   -Pero le recomiendo muy vivamente -añadió el capitán-, y en su propio interés, que no falle.

   -¿Es que es peligrosa la caza del dugongo? -pregunté, a la vez que el canadiense se alzaba de hombros.

   -Sí, a veces -respondió el capitán-, porque el animal se revuelve contra sus atacantes, y en sus embestidas logra, frecuentemente, hacer zozobrar las barcas. Pero con el buen ojo y mejor brazo del señor Land no cabe temer ese peligro. Si le recomiendo que no falle es porque el dugongo está considerado, y con justicia, como una pieza gastronómica, y yo sé que el señor Land es aficionado a la buena mesa.

   -¡Ah! -dijo el canadiense-, así que esa bestia se permite también el lujo de ser apetitosa en la mesa…

   -Así es, señor Land. Su carne, que es verdadera carne, goza de gran estimación, hasta el punto de que en toda la Malasia está reservada a la mesa de los príncipes. Por eso se le ha hecho víctima y objeto de una caza tan encarnizada que, al igual que su congénere, el manatí, va escaseando cada vez más.

   -Entonces, capitán -dijo Conseil-, si por casualidad éste fuera el último de su especie, convendría dejarle con vida, en interés de la ciencia.

   -Tal vez -replicó el canadiense-, pero en interés de la cocina, más vale cazarle.

   -Adelante, pues, señor Land -respondió el capitán Nemo.

   Siete hombres de la tripulación, tan mudos e impasibles como siempre, aparecieron en la plataforma. Uno de ellos llevaba un arpón y una cuerda semejante a las utilizadas por los pescadores de ballenas. Se retiró el puente de la canoa, se arrancó ésta a su alvéolo y se botó al mar. Seis remeros se instalaron en sus bancos y otro se puso al timón. Ned, Conseil y yo nos instalamos a popa.

   -¿No viene usted, capitán? -le pregunté.

   -No. Les deseo buena caza, señores.

   Impulsado por sus seis remeros, el bote se dirigió rápidamente hacia el dugongo, que flotaba a unas dos millas del Nautilus.

   Llegado a algunos cables del cetáceo, el bote aminoró su marcha hasta que los remos descansaron en las aguas tranquilas. Ned Land, arpón en mano, se colocó a proa.

El arpón con que se golpea a la ballena está ordinariamente sujeto a una cuerda muy larga que se desenrolla rápidamente cuando el animal herido la arrastra consigo. Pero la cuerda que iba a manejar Ned Land en esa ocasión no medía más de una decena de brazas, y su extremidad estaba fijada a un barrilito que, al flotar, debía indicar la marcha del dugongo bajo el agua.

   Puesto en pie, observaba yo al adversario del canadiense, que se parecía mucho al manatí. Su cuerpo oblongo terminaba en una cola muy alargada, y sus aletas laterales en verdaderos dedos. Se diferenciaba del manatí en que su mandíbula superior estaba armada de dos dientes largos y puntiagudos que formaban a cada lado defensas divergentes.

   Tenía dimensiones colosales, su longitud sobrepasaba casi los siete metros. No se movía y parecía dormir en la superficie del agua, lo que hacía más fácil su captura.

   El bote se aproximó prudentemente a unas tres brazas del animal, manteniéndose a dicha distancia, con los remos inmovilizados.

Ned Land, con el cuerpo ligeramente echado hacia atrás, blandía su arpón con mano experta.

   De repente se oyó un silbido y el dugongo desapareció. El arpón, lanzado con gran fuerza, había debido herir el agua únicamente.

   -¡Mil diablos! -exclamó, furioso, el canadiense-. ¡Erré el golpe!

   -No -le dije-, el animal está herido, mire la sangre, pero el arpón no le ha quedado en el cuerpo.

   -¡Mi arpón! ¡Mi arpón! -gritó Ned Land.

   Los marineros comenzaron a remar, y el timonel dirigió el bote hacia el barril flotante.

   Repescado el arpón, la canoa se lanzó a la persecución del cetáceo, que emergía de vez en cuando para respirar. Su herida no había debido debilitarle, pues se desplazaba con una extremada rapidez. El bote, impulsado por brazos vigorosos, corría tras él. Varias veces consiguió acercarse a unas cuantas brazas y entonces el canadiense intentaba golpearle, pero el dugongo se sumergía frustrando las intenciones del arponero, cuya natural impaciencia se sobreexcitaba con la ira.

   Ned Land obsequiaba al desgraciado animal con las más enérgicas palabrotas de la lengua inglesa. Por mi parte, únicamente sentía un cierto despecho cada vez que veía cómo el dugongo burlaba todas nuestras maniobras.

   Llevábamos ya una hora persiguiéndole sin descanso, y comenzaba ya a creer que no podríamos apoderarnos de él, cuando el animal tuvo la inoportuna inspiración de vengarse, inspiración de la que habría de arrepentirse. En efecto, el animal pasó al ataque en dirección a la canoa.

   Su maniobra no escapó a la atención del arponero.

   -¡Cuidado! -gritó.

   El timonel pronunció unas palabras en su extraña lengua, alertando sin duda a sus compañeros para que se mantuvieran en guardia.

   Llegado a unos veinte pies de la canoa, el digongo se detuvo, olfateó bruscamente el aire con sus anchas narices agujereadas no en la extremidad sino en la parte superior de su hocico y luego, tomando impulso, se precipitó contra nosotros.

   La canoa no pudo evitar el choque y, volcada a medias embarcó una o dos toneladas de agua que hubo que achicar, pero abordada al bies y no de lleno, gracias a la habilidad de patrón, no zozobró.

Ned Land acribillaba a golpes de arpón al gigantesco animal, que, incrustados sus dientes en la borda, levantaba la embarcación fuera del agua con tanta fuerza como la de un león con un cervatillo en sus fauces. Sus embates nos habían derribado a unos sobre otros, y no sé cómo hubiera terminado la aventura si el canadiense, en su feroz encarnizamiento, no hubiese golpeado, por fin, a la bestia en el corazón.

   Oí el rechinar de sus dientes contra la embarcación antes de que el dugongo desapareciera en el agua, arrastrando consigo el arpón. Pero pronto retornó el barril a la superficie y, unos instantes después, apareció el cuerpo del animal vuelto de espalda. El bote se acercó y se lo llevó a remolque hacia el Nautilus.

   Hubo de emplearse palancas de gran potencia para izar al dugongo a la plataforma. Pesaba casi cinco mil kilogramos. Se le despedazó bajo los ojos del canadiense, que no quiso perderse ningún detalle de la operación.

El mismo día, el steward me sirvió en la cena algunas rodajas de esta carne, magníficamente preparada por el cocinero. Tenía un gusto excelente, superior incluso a la de ternera, si no a la del buey.

   Al día siguiente, 11 de febrero, la despensa del Nautilus se enriqueció con otro delicado manjar, al abatirse sobre él una bandada de golondrinas de mar, palmípedas de la especie Sterna Nilótica, propia de Egipto, que tienen el pico negro, la cabeza gris con manchitas, el ojo rodeado de puntos blancos, el dorso, las alas y la cola grisáceas, el vientre y el cuello blancos y las patas rojas. Cazamos también unas docenas de patos del Nilo, aves salvajes con el cuello y la cabeza blancos moteados de puntos negros, que eran muy sabrosos.

   El Nautilus se desplazaba a una velocidad muy moderada, de paseo, por decirlo así. Observé que el agua del mar Rojo iba haciéndose menos salada a medida que nos aproximábamos a Suez.

   Hacia las cinco de la tarde avistamos, al Norte, el cabo de Ras Mohammed, que forma la extremidad de la Arabia Pétrea, comprendida entre el golfo de Suez y el golfo de Aqaba.

   El Nautílus penetró en el estrecho de jubal, que conduce al golfo de Suez. Pude ver con claridad la alta montaña que domina entre los dos golfos el Ras Mohammed. Era el monte Horeb, ese Sinaí en cuya cima Moisés vio a Dios cara a cara, y al que la imaginación corona siempre de incesantes relámpagos.

   A las seis, el Nautilus, alternativamente sumergido y en superficie, pasó ante Tor, alojada en el fondo de una bahía cuyas aguas parecían teñidas de rojo, observación ya efectuada por el capitán Nemo.

Se hizo de noche, en medio de un pesado silencio, roto a veces por los gritos de los pelícanos y de algunos pájaros nocturnos, por el rumor de la resaca batiendo en las rocas o por el lejano zumbido de un vapor golpeando con sus hélices las aguas del golfo.

   Desde las ocho a las nueve, el Nautilus navegó sumergido a muy pocos metros de la superficie. Debíamos estar ya muy cerca de Suez, según mis cálculos. A través de los cristales del salón, veía los fondos de roca vivamente iluminados por nuestra luz eléctrica. Me parecía que el estrecho iba cerrándose cada vez más.

   A las nueve y cuarto emergió nuevamente el Nautilus. Impaciente por franquear el túnel del capitán Nemo, no podía yo estarme quieto y subí a la plataforma a respirar el aire fresco de la noche.

   En la oscuridad vi una pálida luz que brillaba, atenuada por la bruma, a una milla de distancia.

   -Un faro flotante -dijo alguien cerca de mí.

   Me volví y reconocí al capitán.

   -Es el faro flotante de Suez -añadió-. No tardaremos en llegar al túnel.

   -Supongo que la entrada no debe ser fácil.

   -No. Por eso, soy yo quien asegura la dirección del barco tomando el timón. Y ahora le ruego que baje, señor Aronnax, pues el Nautilus va a sumergirse para no reaparecer a la superficie hasta después de haber atravesado el Arabian Tunnel.

   Seguí al capitán Nemo. Se cerró la escotilla, se llenaron de agua los depósitos y el navío se sumergió una decena de metros.

   En el momento en que me disponía a volver a mi camarote, el capitán me detuvo.

   -¿Le gustaría acompañarme en la cabina del piloto, señor profesor?

   -No me atrevía a pedírselo -respondí.

   -Venga, pues. Así verá todo lo que puede verse en esta navegación a la vez submarina y subterránea.

   El capitán Nemo me condujo hacia la escalera central. A media rampa, abrió una puerta, se introdujo por los corredores superiores y llegó a la cabina del piloto que se elevaba en la extremidad de la plataforma.

   Las dimensiones de la cabina eran de unos seis pies por cada lado, y era muy semejante a la de los steamboats del Mississippi o del Hudson. En el centro estaba la rueda, dispuesta verticalmente, engranada en los guardines del timón que corrían hasta la popa del Nautilus. Cuatro portillas de cristales lenticulares encajadas en las paredes de la cabina daban visibilidad al timonel en todas direcciones.

   Pronto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad de la cabina y vi al piloto, un hombre vigoroso que manejaba la rueda. El mar estaba vivamente iluminado por el foco del fanal situado más atrás de la cabina, en el otro extremo de la plataforma.

   -Ahora -dijo el capitán -busquemos nuestro paso.

   Una serie de cables eléctricos unían la cabina del timonel con la sala de máquinas, y desde allí el capitán podía comunicar simultáneamente dirección y movimiento a su Nautilus. El capitán Nemo oprimió un botón metálico, y al instante disminuyó la velocidad de rotación de la hélice.

   En silencio, yo miraba la alta y escarpada muralla ante la que íbamos pasando, basamento inquebrantable del macizo arenoso de la costa. Continuamos así durante una hora, a unos metros de distancia tan sólo. El capitán Nemo no perdía de vista la brújula, y a cada gesto que hacía, el timonel modificaba instantáneamente la dirección del Nautilus.

   Yo me había colocado ante la portilla de babor, y por ello veía magníficas aglomeraciones de corales y zoófitos, algas y crustáceos que agitaban sus patas enormes entre las anfractuosidades de la roca.

   A las diez y cuarto, el capitán Nemo se puso él mismo al timón. Ante nosotros se abría una larga galería, negra y profunda. El Nautilus se adentró audazmente por ella. Oí un ruido insólito en sus flancos. Eran las aguas del mar Rojo que la pendiente del túnel precipitaba hacia el Mediterráneo. El Nautilus se confió al torrente, rápido como una flecha, a pesar de los esfuerzos de su maquinaria que, para resistir, batía el agua a contrahélice.

   A lo largo de las estrechas murallas del paso, no veía más que rayas brillantes, líneas rectas, surcos luminosos trazados por la velocidad bajo el resplandor de la electricidad. Mi corazón latía con fuerza y yo sujetaba sus latidos con la mano.

   A las diez treinta y cinco, el capitán Nemo abandonó la rueda del gobernalle y volviéndose hacia mí, dijo:

   -El Mediterráneo.

   En menos de veinte minutos, arrastrado por el torrente, el Nautilus había franqueado el istmo de Suez.