Así, pues, un impenetrable muro de hielo rodeaba al Nautilus por encima y por debajo. Éramos prisioneros de la gran banca de hielo. El canadiense expresó su furor asestando un formidable puñetazo a una mesa. Conseil estaba silencioso. Yo miré al capitán. Su rostro había recobrado su habitual impasibilidad. Estaba cruzado de brazos y reflexionaba. El Nautilus no se movía.
El capitán habló entonces:
-Señores -dijo con una voz tranquila-, en las condiciones en que estamos hay dos maneras de morir.
El inexplicable personaje tenía el aire de un profesor de matemáticas explicando una lección a sus alumnos.
-La primera -prosiguió -es la de morir aplastados. La segunda, la de morir asfixiados. No hablo de la posibilidad de morir de hambre, porque las provisiones del Nautilus durarán con toda seguridad más que nosotros. Preocupémonos, pues, de las posibilidades de aplastamiento y de asfixia.
-No creo sea de temer la muerte por asfixia, capitán -dije-, pues nuestros depósitos están llenos.
-Sí, es cierto -replicó el capitán Nemo-, pero no pueden suministrarnos aire más que para dos días. Hace ya treinta y seis horas que estamos en inmersión, y la atmósfera rarificada del Nautilus exige ya renovación. Nuestras reservas habrán quedado agotadas dentro de cuarenta y ocho horas.
-Pues bien, capitán, tenemos cuarenta y ocho horas para liberarnos.
-Al menos, lo intentaremos. Trataremos de perforar la muralla que nos rodea.
-¿Por qué parte?
-Eso es lo que nos dirá la sonda. Voy a varar al Nautilus sobre el banco inferior, y mis hombres, revestidos con sus escafandras, atacarán al iceberg por su pared menos espesa.
-¿Se puede abrir los paneles del salón?
-No hay inconveniente, puesto que estamos inmóviles.
El capitán Nemo salió. Pronto, los silbidos que se hicieron oír me indicaron que el agua se introducía en los depósitos. El Nautilus se hundió lentamente hasta que topó con el fondo de hielo a una profundidad de trescientos cincuenta metros.
-Amigos míos -dije-, la situación es grave, pero cuento con vuestro valor y vuestra energía.
El canadiense me respondió así:
-Señor, no es este el momento de abrumarle con recriminaciones. Estoy dispuesto a hacer lo que sea por la salvación común.
-Muy bien, Ned -le dije, tendiéndole la mano.
-Y añadiré -prosiguió -que soy tan hábil manejando el pico como el arpón. Así que si puedo serle de utilidad al capitán estoy a su disposición.
-No rehusará su ayuda, Ned. Vamos.
Conduje al canadiense al camarote en que los hombres de la tripulación estaban poniéndose las escafandras. Comuniqué al capitán la proposición de Ned, que fue inmediatamente aceptada. El canadiense se endosó su traje marino y pronto estuvo tan dispuesto como sus compañeros de trabajo. Cada uno de ellos llevaba a la espalda el aparato Rouquayrol con la reserva de aire extraída de los depósitos. Extracción considerable, pero necesaria. Las lámparas Ruhmkorff eran inútiles en medio de aquellas aguas luminosas y saturadas de rayos eléctricos.
Cuando Ned estuvo vestido, regresé al salón, donde los cristales continuaban descubiertos y, junto a Conseil, examiné las capas de hielo que soportaban al Nautilus.
Algunos instantes más tarde vimos una docena de hombres de la tripulación tomar pie en el banco de hielo, y entre ellos a Ned Land, reconocible por su alta estatura. El capitán Nemo estaba con ellos.
Antes de proceder a la perforación de las murallas, el capitán hizo practicar sondeos para averiguar en qué sentido debía emprenderse el trabajo. Se hundieron largas sondas en las paredes laterales, pero a los quince metros de penetración todavía las detenía la espesa muralla. Inútil era atacar la superficie superior, puesto que en ella topábamos con la banca misma que medía más de cuatrocientos metros de altura. El capitán Nemo procedió entonces a sondear la superficie inferior. Por ahí nos separaban del agua diez metros de hielo. Tal era el espesor del ice field. A partir de ese dato, se trataba de cortar un trozo igual en superficie a la línea de flotación del Nautilus. Había que arrancar, pues, unos seis mil quinientos metros cúbicos a fin de lograr una abertura por la que poder descender hasta situarnos por debajo del campo de hielo.
Se puso inmediatamente manos a la obra con un tesón infatigable. En lugar de excavar en torno al Nautilus, lo que habría procurado dificultades suplementarias, el capitán Nemo hizo dibujar el gran foso a ocho metros de la línea de babor. Luego los hombres taladraron el trazo simultáneamente en varios puntos de su circunferencia. Los picos atacaron vigorosamente la compacta materia y fueron extrayendo de ella gruesos bloques. Por un curioso y específico efecto de la gravedad, los bloques así desprendidos, menos pesados que el agua, volaban, por así decirlo, hacia la bóveda del túnel que cobraba por arriba el espesor que perdía por abajo. Pero poco importaba eso con tal que la pared inferior fuera adelgazándose.
Tras dos horas de un trabajo ímprobo, Ned Land regresó extenuado. Tanto él como sus compañeros fueron reemplazados por nuevos trabajadores, a los que nos unimos Conseil y yo, bajo la dirección del segundo del Nautilus.
El agua me pareció singularmente fría, pero pronto me calentó el manejo del pico. Mis movimientos eran muy libres, pese a producirse bajo una presión de treinta atmósferas.
Cuando regresé, tras dos horas de trabajo, para tomar un poco de alimento y de reposo, encontré una notable diferencia entre el aire puro que me había suministrado el aparato Rouquayrol y la atmósfera del Nautilus ya cargada de ácido carbónico. Hacía ya cuarenta y ocho horas que no se renovaba el aire y sus cualidades vivificantes se habían debilitado considerablemente.
A las doce horas de trabajo no habíamos quitado más que una capa de hielo de un metro de espesor, en la superficie delimitada, o sea, unos seiscientos metros cúbicos. Admitiendo que cada doce horas realizáramos el mismo trabajo, harían falta cinco noches y cuatro días para llevar a término nuestra empresa.
-¡Cinco noches y cuatro días, cuando no tenemos más que dos días de aire en los depósitos! -dije a mis compañeros.
-Sin contar -precisó Ned que una vez que estemos fuera de esta condenada trampa estaremos aún aprisionados bajo la banca y sin comunicación posible con la atmósfera.
Reflexión justa. ¿Quién podía prever el mínimo de tiempo necesario para nuestra liberación? ¿No nos asfixiaríamos antes de que el Nautilus pudiera retornar a la superficie del mar? ¿Estaba destinado a perecer en esa tumba de hielo con todos los que encerraba? La situación era terrible, pero todos la habíamos mirado de frente y todos estábamos decididos a cumplir con nuestro deber hasta el final.
Según mis previsiones, durante la noche se arrancó una nueva capa de un metro de espesor al inmenso alvéolo. Pero cuando por la mañana, revestido de mi escafandra, recorrí la masa líquida a una temperatura de siete grados bajo cero, observé que las murallas laterales se acercaban poco a poco. Las capas de agua alejadas del foso y del calor desprendido por el trabajo de los hombres y de las herramientas, tendían a solidificarse. Ante este nuevo e inminente peligro, se reducían aún más nuestras posibilidades de salvación. ¿Cómo impedir la solidificación de ese medio líquido que podía hacer estallar las paredes del Nautilus como si fuesen de cristal?
Me abstuve de comunicar este nuevo peligro a mis dos compañeros. ¿Para qué desanimarles, desarmarles de esa energía que empleaban en el penoso trabajo de salvamento? Pero cuando regresé a bordo, le hablé al capitán Nemo de tan grave complicación.
-Lo sé -dijo, con ese tono tranquilo que ni las más terribles circunstancias lograban modificar-. Es un peligro más, pero no veo ningún otro medio de evitarlo que ir más rápidos que la solidificación. La única posibilidad de salvación está en anticiparnos. Eso es todo.
¡Anticiparnos! En fin, no hubiera debido extrañarme esa forma de hablar.
Aquel día, durante varias horas, manejé el pico con gran tesón. El trabajo me sostenía. Además, trabajar era salir del Nautilus, era respirar el aire puro extraído de los depósitos, era abandonar una atmósfera viciada y empobrecida.
Por la noche, habíamos ganado un metro más en el foso. Cuando regresé a bordo me sentí sofocado por el ácido carbónico de que estaba saturado el aire. ¡Si hubiéramos tenido los medios químicos necesarios para expulsar ese gas deletéreo! Pues el oxígeno no nos faltaba, lo contenía toda esa agua en cantidades considerables, y descomponiéndolo con nuestras poderosas pilas nos habría restituido el fluido vivificante. Pensaba yo en eso, a sabiendas de que era inútil, ya que el ácido carbónico, producto de nuestra respiración, había invadido todas las partes del navío. Para absorberlo habría que disponer de recipientes de potasa cáustica y agitarlos continuamente, pero carecíamos de esa materia a bordo y nada podía reemplazarla.
Aquella tarde, el capitán Nemo se vio obligado a abrir las válvulas de sus depósitos y lanzar algunas columnas de aire puro al interior del Nautilus. De no hacerlo, no nos habríamos despertado al día siguiente.
El 26 de marzo reanudé mi trabajo de minero. Contra el quinto metro. Las paredes laterales y la superficie inferior de la banca aumentaban visiblemente de espesor. Era ya evidente que se unirían antes de que el Nautilus lograra liberarse. Por un instante, se adueñó de mí la desesperación y estuve a punto de soltar el pico. ¡Para qué excavar si había de morir asfixiado y aplastado por esa agua que se hacía piedra, un suplicio que no hubiera podido imaginar ni el más feroz de los salvajes! Me parecía estar entre las formidables mandibulas de un monstruo cerrándose irresistiblemente.
En aquel momento, el capitán Nemo, que dirigía el trabajo a la vez que trabajaba él mismo, pasó junto a mí. Le toqué con la mano y le señalé las paredes de nuestra prisión. La muralla de estribor se había acercado a menos de cuatro metros del casco del Nautilus.
El capitán me comprendió y me hizo signo de seguirle. Retornamos a bordo. Me quité la escafandra y le acompañé al salón.
-Señor Aronnax -me dijo-, hay que recurrir a algún medio heroico. Si no, vamos a quedarnos sellados, como en el cemento, por esta agua solidificada.
-Así es -dije-. Pero ¿qué hacer?
-¡Ah, si mi Nautilus fuera capaz de soportar esta presión sin quedar aplastado!
-¿Por qué dice eso? -pregunté, no comprendiendo la idea del capitán.
-¿No comprende que si así fuera la congelación del agua habría de ayudarnos? ¿No se da cuenta de que por su solidificación haría estallar estos bloques de hielo que nos aprisionan, al igual que hace estallar a las piedras más duras? Sería un agente de salvación en vez de serlo de destrucción.
-Sí, tal vez, capitán. Pero por mucha resistencia que pueda ofrecer el Nautilus no es capaz de soportar esta espantosa presión sin aplastarse como una chapa.
-Lo sé, señor. No hay que contar con el socorro de la naturaleza, sino únicamente con nosotros mismos. Hay que oponerse a la solidificación. Hay que contenerla, frenarla. No sólo se estrechan las paredes laterales, sino que, además, no quedan más de diez pies de agua a proa y a popa del Nautilus. La congelación nos acosa por todas partes.
-¿Durante cuánto tiempo nos permitirá respirar a bordo el aire de los depósitos?
El capitán me miró de frente.
-Pasado mañana, los depósitos estarán vacíos.
Me invadió un sudor frío. Y, sin embargo, su respuesta no debía asombrarme. El Nautilus se había sumergido bajo las aguas libres del Polo el 22 de marzo y estábamos a 26. Hacía ya cinco días que vivíamos a expensas de las reservas de a bordo. Y lo que quedaba de aire respirable había que destinarlo a los trabajadores. En el momento en que esto escribo, mi impresión es aún tan viva, que un terror involuntario se apodera de todo mi ser y me parece que el aire falta a mis pulmones.
Entretanto, el capitán Nemo, inmóvil, silencioso, reflexionaba. Era manifiesto que una idea agitaba su mente. Pero parecía rechazarla, responderse negativamente a sí mismo, hasta que por fin la exteriorizó.
-Agua hirviente -murmuró.
-¿Agua hirviente? -dije sorprendido.
-Sí, señor. Estamos encerrados en un espacio relativamente restringido. ¿No se podría elevar la temperatura de este medio y retrasar su congelación mediante chorros de agua hirviente proyectados por las bombas del Nautilus?
-Hay que hacer la prueba -dije resueltamente.
-Hagámosla, señor profesor.
El termómetro registraba siete grados bajo cero en el exterior.
El capitán Nemo me condujo a las cocinas, donde funcionaban grandes aparatos destiladores que suministraban agua potable por evaporación. Se les llenó de agua y se descargó sobre ella todo el calor eléctrico de las pilas a través de los serpentines bañados por el líquido. En algunos minutos, el agua alcanzó una temperatura de cien grados y pudo ser enviada hacia las bombas mientras iba siendo continuamente renovada. El calor desarrollado por las pilas era tal que el agua fría extraída del mar llegaba ya hirviendo a los cuerpos de las bombas tras haber atravesado los aparatos.
A las tres horas del comienzo de la operación el termómetro marcaba en el exterior seis grados bajo cero. Habíamos ganado un grado. Dos horas después, el termómetro no indicaba más que cuatro grados.
-Lo conseguiremos -dije al capitán, tras haber seguido y controlado por numerosas observaciones los progresos de la operación.
-Creo que sí -me respondió-. Evitaremos el aplastamiento. Ya sólo nos queda por temer la asfixia.
Durante la noche, la temperatura del agua subió hasta un grado bajo cero. No se pudo elevarla más, pero como la congelación del agua marina no se produce más que a dos grados bajo cero, quedé definitivamente tranquilizado ante el peligro de la solidificación.
Al día siguiente, 27 de marzo, se habían arrancado ya seis metros de hielo del alvéolo y quedaban solamente cuatro. Eso significaba cuarenta y ocho horas más de trabajo. Y el aire no podía ya ser renovado en el interior del Nautilus, por lo que aquel día nuestra situación fue empeorando más y más.
Me abrumaba una pesadez invencible, una sensación de angustia que alcanzó un grado de opresión intolerable hacia las tres de la tarde. Los bostezos dislocaban mis mandibulas. Jadeaban mis pulmones en busca del fluido comburente, indispensable a la respiración, que se rarificaba cada vez más. Tendido, sin fuerzas, casi sin conocimiento, me embargaba una torpeza física y moral. Mi buen Conseil, aquejado de los mismos síntomas, sufriendo idénticos padecimientos que yo, no me dejaba, me apretaba la mano, me animaba. A veces le oía murmurar:
-Si yo pudiera no respirar, para dejar más aire al señor.
Me venían las lágrimas a los ojos al oírle hablar así.
Nuestra situación en el interior era tan intolerable que cuando nos llegaba el turno de revestirnos con las escafandras para ir a trabajar lo hacíamos con prisa y con un sentimiento de intensa felicidad. Los picos resonaban sobre la capa helada, los brazos se fatigaban, las manos se desollaban, pero ¡qué importaban el cansancio y las heridas! ¡Allí el aire vital llegaba a los pulmones! ¡Se respiraba! ¡Se respiraba!
Y, sin embargo, nadie prolongaba más de lo debido su tiempo de trabajo. Cumplida su tarea, cada uno hacía entrega a sus compañeros jadeantes del depósito que debía verterle la vida. El capitán Nemo era el primero en dar ejemplo. Llegada la hora, cedía su aparato a otro y regresaba a la atmósfera viciada de a bordo, siempre tranquilo, sin un desfallecimiento, sin una queja.
Aquel día se realizó con más vigor aún el trabajo habitual. Quedaban solamente por arrancar dos metros. Dos metros de hielo nos separaban tan sólo del mar libre. Pero los depósitos estaban ya casi vacíos de aire. Lo poco que quedaba debía reservarse a los trabajadores. Ni un átomo para el Nautilus.
Cuando regresé a bordo, me sentí sofocado. ¡Qué noche! Imposible es describir tales sufrimientos. Al día siguiente, a la opresión pulmonar y al dolor de cabeza se sumaban unos terribles vértigos que hacían de mí un hombre ebrio. Mis compañeros padecían los mismos síntomas. Algunos hombres de la tripulación emitían un ronco estertor.
Aquel día, el sexto de nuestro aprisionamiento, el capitán Nemo, estimando demasiado lento el trabajo del pico, decidió aplastar la capa de hielo que nos separaba aún del agua libre. Este hombre había conservado su sangre fría y su energía, y pensaba, combinaba y actuaba, dominando con su fuerza moral el dolor físico.
Por orden suya se desplazó al navío de la capa helada en que se sustentaba, y cuando se halló a flote se le haló hasta situarlo encima del gran foso delimitado según su línea de flotación. Luego, al ir llenándose sus depósitos de agua, descendió hasta encajarse en el alvéolo.
Toda la tripulación subió a bordo y se cerró la doble puerta de comunicación. El Nautilus se hallaba así sobre la capa de hielo, que no excedía de un metro de espesor y que las sondas habían agujereado en mil puntos.
Se abrieron al máximo las válvulas de los depósitos, y cien metros cúbicos de agua se precipitaron en ellos, aumentando en cien mil kilogramos el peso del Nautilus.
Olvidando nuestros sufrimientos, esperábamos, escuchábamos, abiertos aún a la esperanza de la última baza a la que jugábamos nuestra salvación.
A pesar de los zumbidos que llenaban mis oídos pude oír los chasquidos que bajo el casco del Nautilus provocó su desnivelamiento. Inmediatamente después, el hielo estalló con un ruido singular, semejante al del papel cuando se rasga, y el Nautilus descendió.
-Hemos pasado -murmuró Conseil a mi oído.
No pude responderle. Cogí su mano y se la apreté en una convulsión involuntaria.
De repente, el Nautilus, llevado por su tremenda sobrecarga, se hundió como un obús bajo las aguas, por las que cayó como lo hubiera hecho en el vacío.
Toda la fuerza eléctrica se aplicó entonces a las bombas que inmediatamente comenzaron a expulsar el agua de los depósitos. Al cabo de unos minutos, se consiguió detener la caída. Y muy pronto, el manómetro indicó un movimiento ascensional. La hélice, funcionando a toda velocidad, sacudió fuertemente al casco del navío hasta en sus pernos, y nos impulsó hacia el Norte.
Pero ¿cuánto tiempo podía durar la navegación bajo el banco de hielo hasta hallar el mar libre? ¿Tal vez un día? Yo habría muerto antes.
A medias reclinado en un diván de la biblioteca, jadeaba por la opresión pulmonar. Mi rostro estaba amoratado, mis labios, azules, mis sentidos, abotargados. Ya no veía ni oía nada y mis músculos no podían contraerse.
Había perdido la noción del tiempo y me sería imposible decir las horas que transcurrieron así. Pero sí tenía conciencia de que comenzaba la agonía, de que iba a morir..
Súbitamente, volví en mí al penetrar en mis pulmones una bocanada de aire. ¿Habíamos emergido a la superficie del mar y dejado atrás el banco de hielo?
¡No! Eran Ned y Conseil, mis dos buenos amigos, que se habían sacrificado para salvarme. En el fondo de un aparato quedaban algunos átomos de aire y en vez de respirarlo lo habían conservado para mí, y mientras ellos se asfixiaban, me vertían la vida gota a gota. Quise retirar de mí el aparato, pero me sujetaron las manos, y durante algunos instantes respiré voluptuosamente.
Miré al reloj. Eran las once de la mañana. Debíamos estar a 28 de marzo. El Nautilus navegaba a la tremenda velocidad de cuarenta millas por hora y se retorcía en el agua.
¿Dónde estaría el capitán Nemo? ¿Habrían sucumbido él y sus compañeros?
En aquel momento, el manómetro indicó que nos hallábamos tan sólo a veinte pies de la superficie, separados de la atmósfera por un simple campo de hielo. ¿Sería posible romperlo?
Tal vez. En todo caso, el Nautilus iba a intentarlo. En efecto, pude advertir que adoptaba una posición oblicua, indinando la popa y levantando su espolón. Había bastado la introducción de agua para modificar su equilibrio. Impelido por su poderosa hélice atacó al ice field por debajo como un formidable ariete. Iba reventándolo poco a poco en sucesivas embestidas para las que tomaba impulso de vez en cuando dando marcha atrás, hasta que, por fm, en un movimiento supremo se lanzó sobre la helada superficie y la rompió con su empuje.
Se abrió la escotilla, o mejor, se arrancó, y el aire puro se introdujo a oleadas en el interior del Nautilus.